Nadha es en sáncrito "Sonido que sale de lo más profundo del ser". En otras palabras, expresión del alma. Este blog y el arte en cualquiera de sus formas para mí son eso, mi nadha personal.







domingo, 1 de marzo de 2015

La casa llena de niebla

Domingo. Cuando llego a mi casa está a oscuras. La luz del televisor dibuja la cabeza de mi hermana y un porrón al lado. Por un segundo, me paralizo. Sé lo que significa que esté tomando: que ella volvió. Siento una mano que me aprieta el estómago, pero no le hago caso. Después de hacer fuerza un minuto me sale un hola y me apresuro hacia la cocina. Siempre cuesta hablar cuando está ella presente, sobrevolando la casa. No sé si mi madre está o no hay nadie más. No pregunto, decir algo más puede hacer que ella se enoje y todo explote.
Al rato madre sale de su cuarto. Son menos de las 10 de la noche. Madre jamás duerme siesta. Que durante el día esté en su cama solo puede significar una cosa. Entonces ella me abraza fuerte, me aprieta desde atrás, pero no la miro, sigo sin mirarla. En lugar de eso, miro a madre y le comento que le traje unas tazas que me dio mi tía, poniendo el tono más absorto que puedo en nimiedades. Me cuesta respirar porque ella me sigue apretando los pulmones, pero la sigo ignorando.
Gracias a Dios, madre me contesta en tono despreocupado también, me sigue el juego. Pero al rato vuelve a su cuarto, a oscuras, y no vuelve a salir. Ella está tan presente que madre ni siquiera puede fingir. Entonces me aprieta tanto que no puedo respirar.
¿Desde cuando está acá? Desde siempre, al menos para mi memoria de 21 años. Hubo momentos en los que se iba cada tanto. Pero jamás se iba para siempre, jamás. Y hace mucho que dejé de pensar que tal vez no vuelva. Cuando hace el favor de irse un día, no tengo esperanzas: va a volver, siempre vuelve. 
Hubo una época en la que tenía esperanzas. Y tenerlas sólo hacía que me doliera mucho más cuando volvía.

La depresión vuela sobre esta casa, sobre todas las que habité. Mi madre la desprende, va a todas partes abrazándola. No la puede soltar, no la puede dejar. Sí puede dejar todo lo demás, pero a su depresión jamás la abandona. No hay a nadie a quien mi madre escuche más que a su depresión. No hay a nadie a quien mi madre escuche más que a ella misma. 
Su depresión me oprime, me niebla la vista, oscurece cada cuarto y cada pasillo. Su depresión me mira a los ojos y me reclama estar con ella. Quiere que tenga verguenza de no pensar en ella, quiere ser el centro de mi vida. 
Su depresión es una nube tan grande que hizo mitosis, se desprendió de una parte que se pegó a mí. Es implacablemente severa y me crió con disciplina: nada de ser feliz, nada de irme más lejos de lo que esta nube negra puede alcanzar. Nada de sugerir que se vaya, que se abran las ventanas y se airee hasta que desaparezca. Nada de intentar, de equivocarse ni de tratar. Nada de vivir.
Su depresión no la deja ayudar a nadie, pero le hace olvidar ese hecho porque todo el tiempo le está diciendo que alguien debería ayudarla. Su depresión le susurra, días tras día, que nadie sufre más que ella, al tiempo que le tapa la vista para que jamás vea que sí, que hay quien sufre más que ella. 
¿Por qué habrá venido con tanta fuerza esta noche? Probablemente porque mi hermana está tomando, sola, como hace siempre. ( ¿Desde cuándo tiene problemas con el alcohol? Mi memoria también está llena de eso hasta mis primeros recuerdos, así que no sé desde cuándo.)

Hay cosas que para mi mente suceden desde siempre que estuvo funcionando, entonces no sé cuando empezaron. Hay otras que mi mente no quiere ver, entonces tampoco las sé.
Tampoco sé, por ejemplo, si mi madre siempre tuvo la costumbre de no sentarse a comer con sus hijas. Tal vez sí o tal vez empezó la tradición conmigo.
Es ligeramente perturbador que en mi casa jamás hubiera un concepto de Cena. No existe la idea de que hay un horario en el que todos nos reunimos, ponemos la mesa y comemos. Yo comía sola, en una mesa con todos los demás espacio vacíos. Digo, no es que nadie crea que mi familia es funcional, pero no veo la necesidad de disfuncionarla más. 
A los 12 dejé de comer en la mesa. Empecé a comer en mi cuarto, mientras hacía otra cosa. La mesa no tenía sentido. 
A los 13 dejé de comer. La comida tampoco tenía sentido.(Eso me lo enseñó ella).
La depresión te hace cobarde para reclamar tu valor y, como efecto secundario, luego te hace profundamente egoísta. Te hace cobarde en actos y también en pensamientos. Y te mete en el círculo de ser tan cobarde que nisiquera admitís tu cobardía.
Es como un dementor: te aspira el alma por la boca. Te succiona la valentía, la iniciativa. Después se termina llevando la paciencia, y después todo lo demás. Todo. Sólo deja dos cosas: el miedo y el odio. Y como ahora tenés mucho más espacio a dentro, el miedo y el odio se multiplican por mil. 
Te ciega. No recuerdo nunca que mi madre me haya mirado a la cara y me estuviera viendo de verdad. Mi mirada no era transparente y la de ella, tampoco. No puede verme, no puede ver nada.

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