Cambiar
es como mudar de piel. El problema es que a diferencia de los
anfibios, a nosotros nos duele, porque no se desprende sola. Hay que
arrancarla. La vamos arrancando de a pedazos, de a memorias, de a
años, a instantes. Cada pedazo duele. Y los restos que siguen en
nosotros queman. Es una tortura lenta; aunque sepamos que se va a
acabar, es insoportable.
Es
gracioso como la gente cree que cuento mucho. No, hablo mucho. De
cosas que a los demás no le interesan, pero créanme, a mí me
interesan menos.
Hay
muchos tipos de silencio. Están los silencios de paz, los silencios
de armonía con uno mismo. Están los silencios de a dos, cargados de
sentimientos pero tranquilos. Están los silencios de a dos pero
llenos de palabras, llenos de gritos, llenos de electricidad. Están
los silencios de a muchos, los silencios típicos de las ciudades:
silencios de a miles, silencios anónimos y que te hacen sentir solo,
rodeados de ruido.
Y el
mío, el silencio forzoso. El silencio disfrazado y escondido, tapado
por palabras. Palabras sin sentido. Los nenes que crecimos amando el
teatro somos así, excéntricos. No nos sentimos cómodos hablando
desde nosotros mismos. No sabemos que hacer con nosotros cuando nos
bajamos del escenario. Entonces, hacemos como si nunca nos hubiéramos
bajado. La calle y la vida entera es nuestro escenario. Adoptamos
papeles, analizamos intuitivamente a la gente, tenemos desarrollado
el don de la empatía. Por eso podemos ser buenos para entender, para
ayudar, para hacer reir, para hacer feliz. Pero al final del día, no
sabemos quienes somos y nadie lo sabe. Por eso estamos más cómodos
en otra piel.
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